Mucho antes de que los tronos malagueños se convirtieran en imponentes plataformas de madera tallada, flor, luz y metal, existía otra manera de procesionar las imágenes: más modesta, más rudimentaria… pero igual de devocional.
Durante los siglos XVII y XVIII, los tronos no tenían patas ni ruedas. Eran sencillas peanas montadas sobre carretas, sin la grandiosidad de los pasos actuales. Lo verdaderamente curioso es cómo se portaban: mediante correas.
No existían aún los conocidos «hombres de trono». En su lugar, estaban los correonistas: portadores que cruzaban correas anchas sobre el pecho, como si llevaran una bandolera. En esas correas se introducían los varales, que se apoyaban directamente sobre las caderas del portador, permitiendo así levantar y transportar la estructura de forma colectiva.
Era un sistema ingenioso y muy físico, que requería fuerza, coordinación y, sobre todo, una profunda entrega. No había palmas ni aplausos: solo el silencio, el esfuerzo compartido y la fe.
Con el tiempo, estos tronos evolucionaron hacia las grandes estructuras que hoy recorren Málaga durante la Semana Santa. Pero en aquella época de sencillez y correas, el alma de la procesión ya estaba presente: la de un pueblo que, incluso sin orfebrería ni flores, sacaba su devoción a la calle con dignidad.