Ocurrió un Sábado Santo del año 1756, cuando una fragata de la Armada Española, atrapada en plena tempestad, luchaba por sobrevivir frente a las costas de Málaga. El mar, enfurecido, azotaba con violencia la embarcación. Entre olas descomunales y viento huracanado, los marineros se encomendaron a Dios, temiendo que aquel sería su último viaje.
Pero entonces, entre la bruma y el pánico, una luz surgió en la distancia. Una luz firme, constante, como un faro en la oscuridad. Guiados por ella, los hombres lograron finalmente llegar a tierra. Más tarde supieron que aquella luz señalaba un lugar concreto: el camarín de la Virgen de la Soledad, en su capilla malagueña.
Los soldados, emocionados y agradecidos, acudieron al templo y suplicaron al sacerdote que celebrara una misa de acción de gracias. Pero era Sábado Santo, un día en que la liturgia prohíbe la consagración eucarística. Aun así, ante la insistencia de los marineros —y quizás también ante la evidencia de lo milagroso—, la misa se celebró. Allí, frente a la Virgen, comulgaron los hombres que habían rozado la muerte, reconciliándose con la vida.
El eco de aquel suceso llegó a Roma. Tanto fue así que el Papa Benedicto XIV otorgó a la cofradía de la Soledad el título de Pontificia, y firmó una bula que permitía, desde entonces, celebrar cada Sábado Santo al mediodía una misa en agradecimiento por aquel milagro en el mar.
Desde entonces, y hasta nuestros días, la tradición se mantiene viva. Cada Sábado Santo, Málaga recuerda ese hecho con una misa extraordinaria y un emotivo canto a los pies de la Virgen: la Salve Marinera, convertida ya en plegaria inmortal para quienes confían su destino a las aguas.